La zona de atención improvisada era un vaivén de sanadores, heridos y voluntarios que corrían de un lado a otro, movidos por la urgencia y la necesidad de atender a todos aquellos que lo necesitaran, reanimando a todos los caídos en batalla. Entre ellos, Elizabeth se mantenía firme. Tenía las mangas arremangadas, el rostro ligeramente cubierto de sudor, y su varita nunca lejos de su alcance.

No había estado ahí cuando todo ocurrió, cuando el mundo comenzó a irse a la mierda. Ese pensamiento le dolía más de lo que quería admitir... Le había dado miedo, pero se había quedado en casa con sus hermanos, no iba a dejarlos solos cuando aquella emergencia parecía ser demasiado. Mientras limpiaba una herida mágica del brazo de una niña pequeña, no podía dejar de pensar en lo inútil que se había sentido las primeras horas tras el desastre. Había leído cada informe en San Mungo, escuchado los gritos de auxilio; había imaginado  las grietas en el cielo y la magia desbordada como fuego líquido consumiéndolo todo... Pero no estuvo ahí, no ayudó a contener el ritual, no pudo proteger a quienes sí lo dieron todo.

Tal vez si hubiera estado habría aprendido algo, tal vez se habría roto igual que el resto pero, habría podido resurgir más fuerte que antes. Ahora nunca lo sabría... —Todo va a estar bien —susurró a la niña con una sonrisa suave, sellando la herida con un toque de su varita. Entonces, un alboroto al otro lado del campamento interrumpió el hilo de sus pensamientos y la distrajo de su labor. De repente el ambiente se llenó de gritos y una alarma anunció que había alguna especie de peligro. Su rostro se giró buscando a los aurores, con el corazón latiendo rápidamente; la seguridad y algunos voluntarios comenzaban a reunirse, varitas en alto, enfrentándose a lo que parecían... ¿criaturas pequeñas? Frunció el ceño y se puso de pie — Ve con tu mamá, vayan a resguardarse en las tiendas— le pidió a la niña mientras veía el enfrentamiento a la distancia.

Un grupo de esas criaturas pequeñas, rechonchas y de ojos brillantes, había logrado colarse por un hueco del lado este. Se movían con una agilidad sorprendente, portando pequeñas lanzas rudimentarias, y se acercaban peligrosamente a los heridos que aún esperaban ser atendidos. Los aurores y los demás adultos parecían mantener a raya a aquellos invasores; sin embargo, en algún momento esos visitantes indeseados lograron atravesar la barrera, llegando cerca de donde Eli se encontraba. —¡Protego! —gritó sin pensarlo dos veces, levantando una barrera justo antes de que una lanza alcanzara a un hombre inconsciente. Una de las criaturitas intentó escabullirse por un costado y sin pensarlo, Eli volvió a levantar varita, lanzando otro hechizo —¡Petrificus Totalus!— La criatura se quedó inmóvil, sus ojos aún fijos en ella. Era... extrañamente adorable, como una mezcla entre un coco vivo y una criatura de fábula polinesia, con tatuajes tribales pintados sobre la corteza de su piel.

—¿Por qué siempre son tan bonitos los que intentan matarnos? —murmuró con una mezcla de ternura y miedo. Tras permanecer en alerta, con la mirada atenta y la varita levantada, las cosas poco a poco se fueron calmando. La oleada de ataque había sido un fracaso y el campamento había logrado resistir. La chica soltó un suspiro aliviada, al parecer, esos dos eran los únicos que habían conseguido atravesar las barreras mágicas del perímetro.

Volvió a respirar con calma —Todo está bajo control —le anunció a los que estaban escondidos, con el corazón aún latiendo con fuerza. Miró al primero, aún petrificado, y luego al segundo que yacía aturdido "Nunca había visto estas criaturas... Me gustaría estudiarlos..." pensó. No por venganza o alguna cosa rara o retorcida, simplemente tenía curiosidad.